Escribe GUSTAVO WILCHES-CHAUX
La Especie Humana:
Entre Consciencia del Universo y Plaga Planetaria
DISCURSO EN LA ENTREGA DEL XIV PREMIO NACIONAL DE ECOLOGÍA "ENRIQUE PÉREZ ARBELÁEZ" DEL FONDO FEN COLOMBIA
-- I --
Por allá en el año de 1952, cuando se casaron mis papás, mi papá llevó a mi mamá a conocer la provincia de García Rovira, la tierra de sus antepasados en el departamento de Santander, precisamente en donde ahora se desarrolla la experiencia de CENSAT "AGUA VIVA", que en este Premio que hoy se entrega fue sujeto de una mención especial.
En ese momento, ese viaje equivalía a ir hoy a pasar luna de miel a Kosovo, al sur de Bolívar o a Mitú.
Allí, a finales del siglo XIX y principios del actual, había transcurrido la infancia de mi abuelo, en medio de las afugias y sobresaltos de la guerra civil de "Los Mil Días". Allí, en su finca "Manaria", en predios de la Concepción, siendo mi abuelo muy niño, asesinaron a mi bisabuelo, y de allí, varios años después, por causa de la violencia política, mi abuelo y mi abuela se vieron obligados a migrar, dejando atrás una región a la cual mi familia paterna había pertenecido durante varias generaciones, y por una serie de recovecos del destino fueron a parar a Popayán. Esa circunstancia, trágica en su motivación, tuvo personalmente para mí una consecuencia feliz: mis papás se conocieron en Popayán... y yo nací.
Estas reflexiones, carentes de importancia y de interés más allá de mi vanidad y de mi historia personal, vienen a cuento porque siempre le oí relatar a mi mamá con horror las escenas que le tocó presenciar en ese viaje de luna de miel: niños huérfanos, familias desarraigadas y desmembradas, sementeras destruidas, campos abandonados, casas incendiadas y todavía humeantes, caminos enmarcados entre hileras de cruces --como cercos-- recordando asesinatos recientes y sangrientas matanzas. La capacidad infinita de los seres humanos para hacer sufrir de manera inmisericorde a sus semejantes.
Era la época aciaga registrada como "La Violencia" en la historia contemporánea de Colombia. La de los "chulavitas" y "los pájaros", y la de "la chusma" y el "corte de franela" que algunos, en algún momento fugaz de nuestra niñez y nuestra juventud (yo, personalmente, oyendo los relatos de mi mamá), nos hacíamos la ilusión de que nunca se volvería a repetir, entre otras razones porque --nos imaginábamos ingenuos-- en ese momento los medios de comunicación eran todavía precarios en alcance y en oportunidad, y la llamada "opinión pública" (no existía entonces el concepto de "sociedad civil") no tenía posibilidades para enterarse con exactitud de lo que estaba sucediendo en los campos ni, en consecuencia, para reaccionar y detener, o para exigirle al Estado que hiciera detener la barbarie.
Hoy, casi cincuenta años después, "La Violencia" no solamente se repite todos los días en los campos y en la ciudad, sino que es mucho peor. Los actos monstruosos que mediados de siglo se cometían con machete, hoy se realizan con motosierra, y si dentro de cincuenta años todavía existe país y no hemos sido capaces de reaccionar de manera rotunda y como colectividad, seguramente se seguirán realizando con láser. El irrespeto por la vida y la capacidad de crueldad siguen siendo las mismas, sólo que los avances tecnológicos las están haciendo cada vez más eficientes y eficaces en su poder destructor. Los medios de comunicación, que hoy casi nos presentan en vivo y en directo las masacres, no han sido suficientes para movilizar en serio, con efectos tangibles, a la llamada sociedad civil. Por el contrario, da la impresión de que nos han enseñado a asimilar la barbarie como una rasgo inevitable de nuestra supuesta "identidad nacional". La capacidad de horror de los colombianos no va más allá de la lectura de los titulares de prensa, o de los recuentos de muertos en los noticieros, rápidamente borrados de la memoria colectiva por las reinas y los goles. Todos nos indignamos, pero no pasa nada. Así como el cura Camilo Torres afirmaba que "el amor es eficaz o no es amor", así mismo debemos adquirir consciencia de que o la indignación es eficaz, o no es indignación.
-- II –
Hace algunos meses, en algún programa sobre cosmología que pasaron por televisión, interrogaban a varios científicos del mundo sobre qué pregunta le harían a Dios si tuvieran la oportunidad. Uno contestaba que le preguntaría cuál es la densidad media del Universo, porque a partir de ese dato estaría en condiciones de calcular si el Cosmos avanza hacia un estado de entropía o de desorden y enfriamiento total, o si, por el contrario, llegará un momento a partir del cual su expansión se comenzará a reducir y posteriormente a contraer, y el tiempo comenzará a correr hacia atrás. Otro manifestó que le averiguaría si existe vida más allá de la muerte. Y así. Yo hacía fuerza para que alguno le preguntara cuál es el sentido de la existencia humana y cuál es nuestro papel en el Cosmos. Aunque pensaba también que la búsqueda o la construcción de una respuesta a esa pregunta, constituye la razón que justifica nuestra presencia sobre el planeta Tierra, y que posiblemente cuando nuestra especie encuentre esa respuesta, habrá cesado su justificación para existir, al igual que el tiempo se detiene totalmente cuando se llega a la velocidad de la luz.
En boca del científico norteamericano George Wald oí afirmar por primera vez que, así como una gallina es el instrumento que posee un huevo para fabricar otro huevo, así el ser humano, la consciencia humana, es el instrumento que ha creado el Universo tras ocho mil, o doce mil, o quince mil o veinte mil millones de años de existencia, para reflexionar sobre sí mismo, para "sentirse" y para conocerse y entenderse. Esta interpretación sobre el sentido de la especie humana podría criticarse –y de hecho ha sido criticada— como antropocéntrica, entre otras razones porque, se dice, en un Universo de dimensiones tan enormes, con tantas galaxias y con tantos miles de millones de estrellas por galaxia, resulta inconcebible pensar que solamente exista vida consciente de su propia existencia y de la existencia del Universo del cual forma parte, en un planeta insignificante de una estrella insignificante situada en el extremo exterior de uno de los brazos de la Vía Láctea, nuestra galaxia espiral.
Sin embargo son tantísimas y tan improbables las múltiples coincidencias que han intervenido para que en este planeta exista vida, y para que esa vida haya llegado a los niveles de organización y de complejidad que ha alcanzado nuestra especie, que cada vez los científicos están más convencidos de que si bien es posible, casi seguro, que en algún otro lugar del Universo exista vida consciente, o al menos vida en alguna forma similar a la que conocemos en la Tierra, también es seguro que no existe en tan abundantes cantidades como habíamos supuesto. La vida terrestre, y en consecuencia la vida humana, es un fenómeno que posiblemente no sea único en el Cosmos, pero por lo menos en nuestra galaxia constituye un fenómeno raro y excepcional. Suponemos estadísticamente que "debe haber" vida en otro lugar del Universo, pero por ahora sólo sabemos con certeza que existe en la Tierra y que los seres humanos somos una de sus múltiples expresiones. Hoy hay unanimidad en el sentido de que el cerebro humano, ese que tenemos dentro del cráneo todos y cada uno de los seis mil millones de hombres y de mujeres que habitamos el planeta, incluidos los cuarenta mil que asesinan cada año en Colombia, constituye la estructura más improbable y compleja del Universo conocido. Otros sospechamos incluso, que dentro del cerebro humano se encuentran muchas de las claves y puertas para penetrar a dimensiones todavía desconocidas e ignoradas del Cosmos.
Aún cuando exista vida, y vida consciente, en otra parte, en respuesta a la pregunta que el astrónomo Timothy Ferris formula en términos de si "somos agentes libres que intentamos aprender acerca del Universo, o sólo un medio por el cual el Universo intenta aprender sobre sí mismo", los seres humanos podemos interpretarnos, como ya dijimos, como el "instrumento" --o uno de los "instrumentos"-- con que cuenta el Universo para reflexionar sobre su propia existencia, y para "sentirse", reconocerse y entenderse. Aunque considero válidas, retadoras e inspiradoras, las objeciones que también se le hacen a esta afirmación, en el sentido de que posiblemente el árbol o la nube también son conscientes, a su manera, de su propia existencia y de la existencia del Cosmos. En últimas, el mero acto de ser lo que se es, esa "dignidad sin palabras de los animales salvajes" de que también habla Ferris, podría entenderse y vivenciarse como otra forma de consciencia cósmica.
Pero, aún cuando no reclamemos "exclusividad", debemos reconocer que somos una forma viva consciente del Universo y que, así sepamos que por cada milímetro que avanzamos en conocimiento se incrementa en millones de kilómetros el nivel de nuestra ignorancia y de nuestro estupor, debemos reconocer también que hemos logrado escarbar con algún éxito en sus entrañas y en sus misterios, incluido lo poco que hemos podido penetrar en la comprensión de nuestro propio cerebro.
Por una parte, entonces, (y por antropocéntrico que suene) podemos vernos a nosotros mismos, los miembros de la especie humana, si no como la razón de ser del Universo, si al menos como seres con unas posibilidades privilegiadas en el contexto del Cosmos. Cada ser humano es un resumen del Cosmos, un fractal del Universo que contenemos en nosotros mismos y que nos contiene.
-- III --
Pero al mismo tiempo, la especie humana ha alcanzado, como ninguna otra, las características de la peor de las plagas. Ejercemos sobre el planeta del cual somos parte, una presión que se acerca peligrosamente a los límites de su capacidad de carga y no hemos sido capaces de encontrar formas de pensamiento y de organización que permitan que todos los seres humanos podamos acceder de manera ecológicamente racional y equitativa a la energía, a los recursos y a las oportunidades que nos ofrece la Tierra. Hemos acabado con todos los mecanismos naturales que regulan en otras especies su crecimiento y su conducta ambiental. La "cultura" y en particular la ética, han perdido, especialmente en el curso de los últimos cien años, su capacidad para sustituir de manera exitosa esos mecanismos naturales y, por el contrario, han dado lugar al surgimiento de modelos económicos, políticos y sociales, y a patrones de consumo y de "éxito", que constituyen expresión y motor de nuestra condición cada vez más agresiva de plaga.
Paradójicamente si (además del ser humano mismo) existen todavía algunos "enemigos naturales" para nuestra especie, éstos se encuentran en el nivel de los virus, pero es cuestión de años que la ciencia logre contrarrestarlos o por lo menos controlarlos. Gracias a la "cultura" (y así en Colombia el homicidio supere a las enfermedades cardiovasculares como principal causa de muerte) hemos logrado prolongar de manera notable la duración promedio de la vida humana, lo cual incrementa nuestro impacto real sobre el planeta que ocupamos. Estamos en condiciones de garantizarles la vida (aunque no en todos los casos la calidad y la dignidad necesarias) a todos los seres humanos que en otras circunstancias, no habrían --o no habríamos-- sobrevivido a los mecanismos de "selección natural" que operan sobre otras especies vivas de la Tierra.
Hemos destruido la trama compleja y sutil de relaciones e interacciones que garantizan la sanidad de la biosfera, hemos acelerado la extinción de cientos de miles de especies animales y vegetales necesarias para la existencia de la vida en el planeta, hemos alterado el clima e intervenido con violencia en sus ciclos de intercambio y procesamiento de materiales, de información y de energía.
En busca de nuevas estabilidades dinámicas, y en respuesta a fenómenos hoy comprobados, como el "calentamiento global" (producido por la contaminación atmosférica), el planeta agudiza en cantidad y en intensidad algunos fenómenos climáticos: para no irnos más lejos, el paso de los huracanes George y Mitch por el Caribe y por Centro América, produce decenas de miles de muertos y de desaparecidos, e invaluables pérdidas físicas, económicas y de oportunidades. De 27 millones de seres humanos afectados por desastres en la década de los setenta, pasamos a 48 millones diez años después, sin que se hubieran incrementado las amenazas naturales. Pero también es cuestión de tiempo que la "cultura" (entre otras herramientas, a través de la "gestión de riesgos" a la cual algunos nos hemos dedicado) genere nuevos y más efectivos mecanismos de adaptación humana a las nuevas realidades de la biosfera y que permitan manejar nuestra vulnerabilidad creciente.
Paradójicamente nuestro compromiso ético con la vida humana, esa expresión consciente de la vida en el Universo, es inevitablemente un compromiso de contribuir a la supervivencia de la plaga. Si teóricamente tuviéramos capacidad de generar un compromiso ético con el planeta sin pasar por los seres humanos, tendríamos que darles la bienvenida a enfermedades como el cáncer y el SIDA, a los desastres de origen natural y antrópico, e inclusive a la guerra, como mecanismos tendientes a combatir la presencia de la plaga humana en el planeta Tierra, con la certeza de que la vida podría seguir adelante sin nosotros.
Pero ninguna ética podría considerarse verdaderamente como tal, si no fuera en alguna medida antropocéntrica, ni sería aceptable que la ciencia o la política renunciaran a la búsqueda de respuestas a las necesidades materiales y espirituales cada vez más crecientes de los seres humanos.
He aquí un dilema que generalmente no encaramos y que se resume en que, si no logramos –o si el planeta no logra— que se produzcan cambios radicales en la sociedad, una ética comprometida con el valor y la defensa de la vida humana, en el largo plazo significa una ética contraria a las demás formas de vida que comparten con nosotros la Tierra. Una ética que en el largo plazo contribuiría a la destrucción de la vida terrestre.
-- IV –
Cambiando la distancia focal del lente con que hemos venido mirando la paradoja descrita, el reto, o más bien, la pregunta que nos debemos formular (la pregunta de los cuatro mil millones de años que lleva la vida en la Tierra y de los 50 mil años que lleva nuestra especie), es si será posible compatibilizar en el largo plazo las dos éticas o, en otras palabras, lograr que esa obra maestra del devenir universal que somos los seres humanos, podamos seguir en la Tierra sin constituir una plaga para los demás seres vivos (incluidos los demás seres humanos) y para el planeta que habitamos. Eso, supuestamente, es lo que el llamado "desarrollo sostenible" pretende alcanzar en la teoría y en la práctica.
Yo, que por incompatibles que parezcan, no renuncio ni a la ética de la defensa de la vida como fenómeno cósmico, ni a mi reverencia activa por los seres humanos; como tampoco, en la modesta y limitada medida de mis posibilidades, a la búsqueda de condiciones que contribuyan a la felicidad, a la seguridad ambiental y a la dignidad de nuestra especie humana, no me atrevo a aventurar una respuesta, menos aún cuando cada día las evidencias aniquiladoras, tanto a nivel local como mundial, parecen más contrarias a las esperanzas, pero cuando, al mismo tiempo, la berraquera de la vida contra todas esas evidencias parece más decidida y emprendedora.
En medio de algunos de los muchos episodios macabros que han caracterizado la cotidianidad de los colombianos durante los últimos meses, llegaron a mis manos las tres decenas de experiencias sometidas a consideración de los jurados del concurso nacional de ecología "Enrique Pérez Arbeláez". Sé que hablo también a nombre de las dos colegas convocadas junto conmigo por gentileza de la Junta Directiva y de la Dirección del Fondo FEN para asumir la tarea de decidir a cuál de esos trabajos se le debía entregar el Premio, cuando afirmo que todos hubieran sido merecedores de ganarlo, desde el más complejo, elaborado y exitoso de los presentados por instituciones nacionales, hasta el del campesino que sustenta sus argumentos en unas declaraciones extrajuicio rendidas ante juez o notario, en las cuales sus vecinos hacen constar que heredó una finca ecológicamente desertificada y que hoy, como resultado de su trabajo tenaz, es una empresa productiva y un hervidero de vida animal y vegetal. Nuestro deber, sin embargo, era seleccionar un solo ganador (además de la facultad que utilizamos de otorgar unas menciones especiales), lo cual hicimos con base en los argumentos que quedaron consignados en el acta.
Resalto simplemente, que influyó en nuestra decisión definitiva, la convicción de que al darle el Premio "Enrique Pérez Arbeláez" a la experiencia de La Conejera, llamaríamos la atención sobre el hecho de que el medio ambiente y su gestión participativa, no son unas realidades exclusivamente del campo, y que, para bien o para mal, una parte creciente de los habitantes del planeta en general y de Colombia en particular, somos hoy o vamos a ser en el futuro, no solamente seres humanos sino seres urbanos, y que algún día la nuestra –o una gran parte de la nuestra-- va a ser conocida no como la especie humana sino como la especie urbana. Llamado de atención que no está de sobra hoy, cuando en el país se ventila la propuesta de convertir de nuevo al Ministerio del Medio Ambiente en una dependencia del Ministerio de Agricultura, como si el ambiente, el deber de protegerlo y el derecho a disfrutarlo, fueran sólo rurales.
Ojalá, si alguno de esos científicos a los cuales hice mención en renglones anteriores, logra preguntarle a Dios cuál es el papel de nuestra especie en el Cosmos, si el de consciencia del Universo o el de plaga, Dios tenga a mano, junto con los periódicos que contienen el día a día de la trágica realidad colombiana, una colección de experiencias como las que estos sembradores y estas sembradoras de vida que se presentaron al concurso (al igual que los miles de colombianos y colombianas que trabajan en silencio en sus parcelas y en sus barrios) están adelantando, de manera concreta, paciente, dedicada y comprobable, en distintas regiones de Colombia, oponiéndose tercamente a todos los obstáculos y a todas las evidencias aniquiladoras en su contra. Seguramente, están sembrando las semillas a partir de las cuales, algún día, germinará la respuesta a la pregunta que nos formulábamos, sobre si será compatible en el largo plazo nuestra existencia como especie, con la dignidad y la supervivencia de otras formas de vida en las profundidades del mar y sobre la superficie de la Tierra.
Como dice, otra vez, Timothy Ferris, "en cierto sentido sospechamos que el Universo conocido se está sembrando en un número incontable de mentes, y que nosotros podemos ayudarlo a florecer. Nosotros, que descendimos de los árboles del bosque, intentamos ahora hacer crecer un bosque de conocimiento en las estrellas".
Muchas gracias a estos sembradores de vida por aportarnos argumentos para la esperanza, muchas gracias a mis compañeras del Jurado por haberme cedido la palabra pensando que yo era capaz de interpretarlas y muchas gracias a ustedes por su paciencia al escucharme.
Popayán y Santa Fé de Bogotá, Noviembre 25 de 1998.
gwilches@popayan.cetcol.net.co
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