LOS OÍDOS DEL MUNDO
Por Héctor A. Murena
Tenía noción de que la esencia del universo es musical. En el principio fue el Verbo. Dios crea nombrando, con ondas sonoras. En los Upanishadas se afirma que quien medite sobre el sonido de la sílaba Om llegara a saberlo todo, porque en ella esta todo. Tampoco ignoramos que el primer contacto de un ser humano con el mundo es la voz de la madre oída en el vientre, y que el oído es el último sentido que el agonizante pierde.
Incluso llegué a descubrir, torpemente y por azar, lo que algunos saben: que no se oye sólo por los oídos centrales, que tenemos muchos otros, en el pecho, garganta, piernas, que ciertas músicas se escuchan mejor en determinada posición física que en otras. Pensé alguna vez que acaso somos un gran oído, muchas de cuyas partes, por barbarie, dejamos de poder usar.
Sólo ayer pude experimentarlo en forma total, casi avasalladora. En Nueva York había encontrado cuatro años atrás un disco que me llamó la atención. Un recital de textos del Corán por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. Cuatro años yació en el desorden de mi habitación, sepultado bajo libros, otros discos, reemergiendo, polvoriento. Yo no estaba preparado...
Ayer llegó la hora. En el silencio de la casa solitaria sonó esa voz. Yo estaba desplornado indolentemente en un sillón. Mi primer acto impensado fue sentarme en forma correcta: había entrado una presencia superior. Así no pude oír el primer versículo. El segundo me poseyó. Y el tercero y el cuarto. Llegaría un punto, avanzado el recital, en el que mi cuerpo iba a parecer disolverse bajo los efectos del sonido, convertirse en un traslúcido entrecruzamiento de acordes. Tardé en salir del éxtasis, en tomar la distancia desde la que se aprecia. No entendía la lengua, el árabe. Pero la voz me transmitía el mismo estado espiritual que causa la lectura del Corán: mezcla de sublimidad y violencia, una piedra preciosas tallada en forma inexorable, en cuyo centro quedé encerrado.
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